Abramos
el corazón
“Te confieso que no lo
sé, Señor.”
Digo amarte,
cuando media hora en tu presencia
me parece demasiado.
Presumo de conocerte
y, ¡cuántas veces el Espíritu
me piílla fuera de juego!
Te sigo, escucho y miro, una y otra vez,
y voy hacia senderos distantes de Ti.
Te confieso, Señor,
que no sé demasiado de Ti;
que tu nombre me resulta complicado
pronunciarlo y defenderlo en ciertos
ambientes;
que tu señorío lo pongo con frecuencia
debajo de otros señores, ante los cuales doblo
mi rodilla.
Te confieso, Señor,
que mi voz no es
lo suficientemente recia ni fuerte,
como lo es para las del mundo.
Te confieso, Señor,
que mis pies
caminan más deprisa por los derroteros
que el placer, las prisas, los encantos o el
dinero me marcan.
Te confieso, Señor,
que, a pesar de todo,
sigo pensando, creyendo y confesando
que eres el Hijo de Dios.
Haz, Señor, que allá por donde yo camine,
lleve conmigo la pancarta de “soy tu amigo”;
haz, Señor, que allá donde yo hable,
se escuche una gran melodía: “Jesús es el Señor”;
haz, Señor, que allá donde yo trabaje,
con mis manos o con mi mente,
construya un lugar más habitable,
en el que Tú puedas formar parte. Amén.
Javier Leoz
DOMINGO
XXI T. ORDINARIO
(Ciclo A)
Situémonos
“Y tú,
¿quién
dices que soy yo?”
La elección
de un nuevo mayordomo real da pie al profeta para hablar del Dios que guía la
historia. El ritual (llamada, vestición, poder, paternidad sobre el pueblo) con
su poder de abrir y cerrar se repite en Jesús al elegir a Pedro, como piedra
sobre la que edificará su Iglesia (Isaías 22,19-23).
La autoridad concedida a
Pedro es una consecuencia de la profesión de fe, ante la pregunta de Jesús:
“¿quién decís que soy yo?”. Esa profesión de fe, no triunfalista, sino humilde
(«no decir que Él era el Mesías»), que otorga el servicio de la autoridad, se
ha de dar con los labios, con el corazón y con el testimonio elocuente de la
vida (Mateo 16,13-20).
La fe no es el resultado
de investigación, de búsqueda racional, sino la respuesta a una interpelación
de Dios, cuya elección y misión nos hace ver lo insondable de sus decisiones y
lo irrastreable sus caminos (Romanos 11,33-36).
Ante esto digamos: “Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la
obra de tus manos” (Sal 137,1-2a. 2bc-3. 6 y 8bc).
Meditemos
“¿Quién decís que soy
yo?”
Todo sucede “por el
camino”, en la vida diaria: ahí se juega todo. Cuando Jesús sube a Jerusalén,
quiere saber lo que la gente piensa y siente.
Mientras exponen la
opinión de los demás, los discípulos van expresando lo que piensan ellos. Le
asocian a personajes del pasado. No han captado la originalidad y novedad de su
Persona y su Mensaje.
Pero en un momento,
la pregunta se dirige a ellos: ¿Y vosotros……? Es la pregunta concreta,
trascendental, personal y definitiva. La respuesta no puede ser teórica, sino
práctica y vital. Ya no se trata de saber cosas acerca de Él, sino de saber
quién es Él. ¿Es Jesús para mí una doctrina o una Persona que vive, me
interpela y da sentido a mi vida? ¿Es mi Camino, mi Verdad y mi Vida? Yo ¿qué
digo de Jesús? ¿Qué dice la gente de lo que decimos los cristianos de Jesús?
Pedro, como
portavoz, responde con una profesión de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo”. ¡Ojo!, creer no es una teoría, es una forma de vivir y de dar sabor a la
vida.
Cuando confesamos
nuestra fe en Jesús, Él nos cambia el nombre y la vida. La “piedra” de nuestra
fe es el servicio y compromiso. Pedro, a su vez, llamará a todos los cristianos
«piedras vivas» (I P 2,4-10), porque
todos forman la comunidad de Jesús, asentada sobre un fundamento sólido: la fe.
La bienaventuranza, la tarea, la misión, el encargo de Jesús es para todos los
que nos consideramos cristianos.
Lo que convence no
son las palabras, sino los hechos, la vida. Se trata de que, personal y
comunitariamente, nuestro estilo de vida, nuestra actuación, nuestra
organización y nuestras estructuras hagan visible al Jesús del Evangelio.
Pensemos
“Un monaguillo dice
quién es Dios”
Los Domingos por la
tarde, el sacerdote y su monaguillo repartían hojitas sobre Dios. Un Domingo
hizo mucho frío y llovía. El sacerdote dijo que no saldrían. El monaguillo, no
obstante, y a escondidas, salió. Repartió todas las hojas, y le quedaba una:
fue a la primera casa que vio, tocó el timbre y esperó; volvió a tocar y
esperó. Así, varias veces y cada vez más insistentemente. Por fin, salió una
señora con mirada triste y le preguntó:
- ¿Qué puedo hacer por ti, hijo?
Con ojos radiantes
y sonrisa amplia, el niño dijo,:
- Señora, lo siento si la he
molestado, pero sólo quiero decirle que DIOS REALMENTE LA AMA-, y le entregó la
hojita.
- GRACIAS, HIJO, y que Dios te bendiga.'
El siguiente
domingo, en la misa, el sacerdote preguntó si había alguien que tuviese un
testimonio que quisiera compartir. Una señora, con mirada radiante, se puso de
pie.
- Nadie en esta iglesia me conoce. Nunca he estado aquí. Mi esposo
murió dejándome sola. El domingo pasado fue un día frío y lluvioso, y también
lo fue en mi corazón, ya que no tenía esperanza alguna, ni ganas de vivir.
Entonces, tomé una silla y una soga, me subí a la silla y puse la soga
alrededor de mi cuello. Estaba a punto de tirarme, cuando de repente escuché el
sonido del timbre de la puerta. Esperé, pero el timbre de la puerta cada vez
era más insistente. Solté la soga de mi cuello y fui hasta la puerta. Cuando
abrí, vi al más radiante y angelical niño, que dijo con voz de querubín:
'Señora, sólo quiero decirle que DIOS realmente la ama´. Eso me impactó
profundamente. Como ven, ahora soy una feliz hija de Dios.
Todos lloraban en la iglesia. El
sascerdote abrazó al monaguillo, llorando desconsoladamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario