Al
hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los
pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los
pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa
particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: "A ti
te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo
que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en
la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16,19). "Consta que
también el colegio de los Apóstoles, unido a su cabeza, recibió la
función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 18,18; 28,16-20)"
(Vaticano II LG 22)
La fórmula de absolución en uso en la
Iglesia latina expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre
de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la
reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su
Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia: «Dios,
Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la
resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de
los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y
la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo» […].
Cristo actúa en cada uno de
los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores:
"Hijo, tus pecados están perdonados" (Mc 2,5); es el médico que se
inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de él (cf Mc
2,17) para curarlos; los restaura y los devuelve a la comunión
fraterna. Por tanto, la confesión personal es la forma más significativa
de la reconciliación con Dios y con la Iglesia.
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