—¿Pero has hecho todo lo posible?, preguntó el padre.
—Sí –contesto el chaval, bien seguro de haber puesto todo de su parte–; y su padre le dijo:
—Te equivocas: ¡te ha faltado pedir ayuda a tu padre!
Esta es la lógica de la vida cristiana: contar con que habrá
dificultades que exigen lucha y esfuerzo por nuestra parte, y saber, al
mismo tiempo, que siempre contamos con toda la ayuda de Dios necesaria
para vencer. Es lo que San Agustín expresaba magistralmente con esta
fórmula infalible: Haz lo que puedas y pide lo que no puedas y Dios te
dará para que puedas.Pero muchos preferirían eliminar de sus vidas la incertidumbre y el sacrificio de la lucha interior, y se preguntan: ¿no podría Dios, con su omnipotencia, hacernos las cosas más fáciles, sin necesidad de que luchemos? Asimilar la respuesta a esta cuestión tan natural es importantísimo para nuestra vida. Sucede que nuestra libertad es real: nuestra vida está realmente en nuestras manos y podemos hacer de ella lo que decidamos hacer. La vamos construyendo a base de nuestras decisiones: cada decisión nos va haciendo (o deshaciendo). Por ejemplo, quien decide ceder a la pereza una mañana, no sólo hace un acto de pereza, sino que "se hace" más perezoso; y si decide luchar, aunque a veces se vea derrotado y tenga que volver a empezar, con cada decisión sincera de combatir va venciendo la pereza y haciéndose diligente.
Lo mismo sucede con todas las demás facetas de la personalidad: el Señor no quiere simplemente ponernos un disfraz de santidad sobre nuestras miserias y dejar que sigamos siendo miserables, darnos un barniz de apariencia externa para que seamos como aquellos sepulcros blanqueados de los que hablaba Jesús para referirse a los hipócritas: por fuera estaban resplandecientes por una mano de pintura, pero en su interior había sólo corrupción. Dios nos llama a ser santos de verdad, a crecer y desarrollarnos como hijos suyos, semejantes a Él. Y eso supone la colaboración de nuestra libertad que, con la gracia de Dios, nos va llevando poco a poco a querer, amar, desear, sentir, juzgar y actuar como hijos de Dios. Sin nuestra lucha por corresponder a la gracia y quitar obstáculos a la voluntad de Dios en nuestra vida, la gracia se hace infructuosa y el querer de Dios se frustra en nosotros.
Hace al caso contar aquí lo que le
sucedió a un hombre que contemplaba un capullo de seda en el que había
visto que se abría una pequeña brecha. Observó después cómo la mariposa
luchaba durante horas para forzar el paso de su cuerpo a través de ese
estrecho agujero. Al cabo de bastante tiempo le dio pena, porque le
pareció que la mariposa no podía continuar y estaba sufriendo, así que
decidió ayudarle abriéndole por completo la salida con unas tijeras. La
mariposa salió con gran facilidad. Tenía el cuerpo hinchado y unas alas
muy pequeñas. El hombre esperaba que las alas crecerían, pero no sucedió
nada más... La mariposa pasó el resto de sus días arrastrándose por el
suelo con aquel cuerpo hinchado. Nunca pudo volar: el hombre, en su afán
de ayudar, amable y precipitado, no había comprendido que el tiempo y
la fuerza que la mariposa tenía que hacer para pasar por la pequeña
abertura era el modo natural de forzar la salida de fluidos desde el
cuerpo a las alas para que éstas se desarrollaran y fueran capaces de
volar.
Tantas veces es la lucha lo que necesitamos en nuestra
vida. Si Dios permitiera que viviéramos sin obstáculos, o nos hiciera
superarlos como por arte de magia, no desarrollaríamos nuestras
potencias y facultades como debemos: jamás podríamos volar.
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