lunes, 13 de octubre de 2014
“He venido a llamar… a los pecadores, para que se conviertan”
Cristo
crucificado llama a grandes voces. Colgado en el tormento, ofrece la
paz. Se dirige a ti con deseos de verte abrasado en el amor…: ¡Considera
esto, querido! Yo, el Creador sin límites, he desposado la carne para
ser capaz de nacer de mujer. Yo, Dios, me he presentado a los pobres
como su compañero. He elegido una madre humilde.
He comido con los publicanos. Los pecadores no me han inspirado
aversión. He soportado a los perseguidores. He padecido flagelación y
“me he humillado hasta la muerte en la cruz” (Flp 2,8). “¿Qué he debido
hacer que no haya hecho?” (Is 5,4). He abierto mi costado a la lanza. He
dejado traspasar mis manos y mis pies. ¿Por qué no miras mi cuerpo
ensangrentado? ¿Cómo no prestas atención a mi cabeza inclinada? (Jn
19,30). He pasado por ser un condenado cualquiera, y ahora, hundido en
el sufrimiento, muero por ti, para que tú vivas por mí. Si te tienes en
poco, si no tratas de desembarazarte de las redes de la muerte,
arrepiéntete por lo menos ahora, por respeto a mí que he vertido el
bálsamo precioso de mi propia sangre. Mírame a punto de morir, y detente
en la pendiente del pecado. Sí, deja de pecar: ¡me has costado tanto!
Por ti me he encarnado, por ti también he nacido, por ti fui
circuncidado, bautizado, saciado de oprobios, preso, maniatado, cubierto
de salivazos, mofado, azotado, herido, clavado en la cruz, inmolado por
ti. Mi costado está abierto y mi corazón atravesado. Acércate, rodea mi
cuello: te ofrezco mi beso. Te he adquirido como lo que me toca en
herencia, de suerte que no seas poseído por nadie más. Entrégate
totalmente a mí que me entregué totalmente por ti.
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